Siempre que el libro era dejado quieto en algún rinconcito oscuro de la estantería, ¡le venía una tristeza! ¡Esa tristeza le daba un sueeeeeño!

No era que no le gustaba permanecer en su lugar, pero quería ser leído, decir lo que tenía adentro…

Sucedía, ciertos días, que alguien lo sacaba de su reposo para comenzar a leerlo. Entonces él se desperezaba rápidamente y sonreía feliz. La persona, entusiasmaba con la aventura que el libro contaba, se pasaba un buen tiempo leyendo y hojeándolo, hojeándolo y leyendo.

¡Al libro le venían unos bosteeeeezos! Sí, porque a pesar de estar contento por ser leído, vivir de nuevo toda la agitación de la historia ¡lo dejaba exhausto!

Quien lo leía no se daba cuenta. Él aprovechaba para hacerlo cuando pasaban las páginas. Una página, un bostezo. Otra página, otro bostezo. “¡Qué sueeeeeño!”, pensaba.

En algunas ocasiones, mientras descansaba, abría un ojo solamente para saber con qué cara era leído. A veces eran rostros de alegría, pensativos; otros, de sorpresa, encantamiento. También había miradas llenas de miedo, ¡horrorizadas!

En esos momentos se despertaba un poquito, solamente por las dudas, para saber qué estaba ocurriendo. Miraba hacia atrás, miraba a los lados ¡y nada! Se despertaba un poco más y esperaba por algún peligro. Al final, lo único que acababa apareciendo eran sus propios bostezos que cobraban fuerza y lo llevaban de vuelta a su descanso. “¡Qué sueeeeeño!”, pensaba.

Una vez notó que algunas personas que lo leían lo hacían con caras somnolientas. ¡Eso lo ofendía mucho! Él podía cansarse, pero el lector no, ¡de ninguna manera! De otras personas no supo decir cómo era leído porque… bien…, porque al final ¡le venían unos bosteeeeezos! Y acababa durmiendo profundamente.

¡Todo le daba un sueeeeeño!

Pero era un sueño placentero porque lo hacía soñar.

Los libros son así: mimosos, soñadores, ¡dormilooooones!

Toda vez que o livro era deixado quieto em algum canto escuro da prateleira, lhe vinha uma tristeza! Essa tristeza lhe dava um sooooono!

Não era que não gostasse de ficar no seu canto, queria era ser lido, dizer o que tinha dentro…

Acontecia, certos dias, que alguém o tirava da sua soneca pra começar a lê-lo. Ele se espreguiçava rapidamente e sorria feliz. Esse alguém, empolgado com a aventura que o livro contava, passava um tempão lendo e folheando, folheando e lendo!

Ao livro lhe vinham uns boceeeeejos! Sim, porque, apesar de contente por ser lido, viver de novo aquele corre-corre da historia o deixava exausto!

Quem o lia nem percebia. Ele aproveitava para fazê-lo quando era virado de página em página. Uma página virada, um bocejo. Outra página virada, outro bocejo. “Que sooooono!”, pensava.

Em algumas ocasiões, enquanto cochilava, abria um olho só para saber com que cara era lido. Às vezes eram rostos de alegria, pensativos, outros, de surpresa, encantamento. Também eram olhares cheios de medo, horrorizados!

Nessas horas ele acordava um pouquinho só por via das dúvidas para saber o que estava acontecendo. Olhava para trás, olhava para os lados, e nada! Acordava um pouco mais e ficava aguardando algum perigo. No final a única coisa que acabava aparecendo eram os bocejos dele que ganhavam força e o levavam de volta a seu cochilo. “Que sooooono!”, pensava.

Uma vez lhe aconteceu de ver algumas pessoas que o estavam lendo com caras sonolentas. Isso o deixava bem ofendido! Ele podia ficar cansado, mas o leitor, não, de forma alguma! De outras pessoas ele não soube dizer como era lido porque… bem…, porque afinal lhe vinham uns boceeeeeejos! E acabava dormindo profundamente.

Tudo lhe dava um soooooono!

Mas o sono dele era prazeroso porque o levava a sonhar!

Livro é assim: mimoso, sonhador, dorminhoooooco!